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EL RETRATO DE COLOMBINE (Parte X)

EL RETRATO DE COLOMBINE (Parte X)

Salimos del poblado conversando animadamente y especulando acerca de qué, y a quién nos íbamos a encontrar al llegar a nuestro destino. En uno de los huertos que lindaba con la pista forestal nos encontramos con Ramón «Chico», el anciano que me acompañó a conocer la casa en la que vivo desde el día en que llegué a Las Negras. Nos saludamos amablemente y le pusimos al tanto de hacia dónde nos dirigíamos. Nos facilitó algunas indicaciones acerca del tiempo que emplearíamos en llegar, y el itinerario a seguir. Antes de despedirnos, nos obsequió con unos tomates y otras tantas naranjas que agradecimos efusivamente. No tardamos mucho en reconocer el primer punto de referencia, que según nos indicó, debía tratarse de la cortijada del Estanquillo. Vimos un par de vehículos aparcados que supuestamente debían pertenecer a senderistas, puesto que más allá de éste punto, el camino se tornaba impracticable para los automóviles.
Comenzamos a ascender, a sabiendas de que teníamos una hora larga de caminata hasta llegar a nuestro destino. Al cabo de un rato, poco a poco la pendiente se fué suavizando, a la vez que el camino se iba estrechando. Al llegar a cotas altas de la sierra costera, el horizonte del mar mediterráneo apareció ante nosotros. La vista panorámica era extraordinariamente hermosa. Las laderas suaves, tapizadas completamente por el matorral bajo y el intenso azul del mar, que mostraba una quietud poco común, nos dejó callados a ambos, e hizo detener nuestros pasos para gozar con la mirada. Decidimos sentarnos sobre una roca y dar cuenta de alguna de las naranjas que media hora antes nos regaló Ramón «Chico». Curiosamente enmudecimos durante varios minutos, y nuestras miradas, no buscaron más objetivo que la inmensidad y la belleza del paisaje que se abría ante nosotros. En un momento dado, finalmente las miradas se cruzaron, y se clavaron en un extraño y silencioso entendimiento que no me atrevía a interpretar.
Candela, se levantó con cierto aturdimiento y me instó a seguir caminando. Continuamos andando una media hora más. Íbamos con paso poco apresurado, y de cuando en cuando, me iba deteniendo a observar algunas especies botánicas que me resultaban de interés, y al tiempo, se las iba dando a conocer a mi joven acompañante. Aún no siendo mi especialidad, la flora silvestre tuve que aprenderla en la facultad, y su observación me venía bien como recordatorio.
A medida que nos acercábamos a nuestro destino, fue apareciendo ante nuestros ojos la ruina de un antiguo castillo del que también nos había hablado el anciano Ramón. Se trataba del castillo de San Pedro; una sólida construcción del siglo XVI, que sirvió de fortaleza de defensa contra los piratas berberiscos. En ese punto, el camino era solamente una estrecha senda que empezaba a descender hasta la playa. Calculé que necesitaríamos unos quince minutos más, hasta llegar a nuestro destino.
En el entorno de la fortaleza, se elevaban numerosas palmeras datileras de considerable altura, y por debajo de ellas, los árboles y la vegetación arbustiva conformaban un paisaje, a modo de oasis, que resultaba espectacular a la vista. La proximidad a la primavera acrecentaba la belleza y la exuberancia del paraje natural.
En la playa y entre la vegetación, ya podíamos reconocer a los habitantes y visitantes del lugar. Ramón «Chico», nos había comentado que algunas personas (para él, los hippies), vivían allí durante todo el año, apartados del resto del mundo, en cabañas y construcciones hechas con maderas y otros materiales que encontraban.
Cuando llegamos finalmente a la fortaleza, pudimos ver un manantial de agua dulce que surgía de la roca, y mediante una media caña permitía beber, refrescarse o avituallarse de agua potable. No pudimos hacer por el momento ninguna de las tres cosas, puesto que bajo el chorro, se encontraba en ese momento una chica, desnuda, aseándose con ayuda de un bote de conserva vacío y una pastilla de jabón artesanal de sosa. Candela y yo nos miramos algo impresionados, pero para nuestro asombro, pudimos verificar que no era la única persona desnuda allí. En la playa, en la puerta de las cabañas cercanas, entre la vegetación, o sentados sobre un rudimentario banco de madera y con una guitarra en las manos, veíamos gente desnuda, o con escasa vestidura. Llegué a pensar que habíamos viajado al pasado, siglos atrás, para encontrarnos de repente ante el auténtico paraíso.
Después de dedicar un buen rato a mirar a un lado y otro y observar entusiasmados en lugar a donde habíamos llegado, bajamos a la playa. La caminata y los más de veinte grados de temperatura que debían haber en el ambiente, nos hizo llegar sudando y acalorados. Varios chicas y chicos se bañaba en la playa y otros aprovechaban para tomar el sol, sin mucha más ocupación que esa.
Nos miramos, y como si la telepatía entre ambos estuviera conectada por fibra óptica, nos comenzamos a desnudar, y sin pensarlo un solo instante, nos zambullimos en el agua.

CONTINUARÁ (O no)
Texto: Pepe Rufete
Fotografía: Pepe Tárraga
Imagen: Entorno de la Cala de San Pedro. Parque Natural del Cabo de Gata.