EL RETRATO DE COLOMBINE (Parte IV)
Llamé a la puerta de una humilde vivienda de planta baja. Tenía las paredes de la fachada descarnadas, por el efecto del paso del tiempo y el azote del viento, muy frecuente en esa zona costera. Cuando la puerta se abrió, apareció ante mí un anciano de aspecto enjuto, y rostro marcado por múltiples y pronunciadas arrugas, que revelaban a todas luces, que su edad debía ser muy avanzada. Me presenté a él, por mi nombre y lugar de procedencia, Fabrizio, Napolitano, a lo que me respondió dándome los buenos días e identificándose como Ramón Canales, aunque a continuación me precisara que en el poblado se le conocía como Ramón «Chico», debido a su escasa estatura. Le conté cual era el motivo de mi visita y enseguida asintió con la cabeza, respondiéndome que esperaba mi llegada desde el día anterior, con lo que hube de precisarle el motivo de mi retraso, que no era otro que la pérdida del autobús en Níjar, veinticuatro horas antes. Resuelto el malentendido, cogió unas llaves que había colgadas en un llavero del pequeño vestíbulo de la entrada, y me invitó a que le siguiera. Caminamos calle abajo, apenas unos veinte metros en dirección a la playa, hasta llegar a una vivienda de pescadores, antigua, pero ubicada en primera línea de costa. Contaba con un porche a la entrada, desde donde se podía disfrutar de unas vistas privilegiadas de la pequeña bahía.
Las gestiones del arrendamiento las había realizado hacía dos semanas, cuando supe de mi alta hospitalaria. Nunca antes había estado aquí, pero por alguna razón, no me sentía extraño en este lugar, e intuía que mi estancia durante el próximo año, me iba a reportar el beneficio personal y la estabilidad emocional que necesitaba. En el interior de la casa el mobiliario era sencillo, pero imprimía a las distintas habitaciones un estilo decorativo muy «marinero», que resultaba acogedor.
Después de las aclaraciones pertinentes, me despedí del anciano Ramón, y ya solo en casa, me dispuse a sacar el equipaje de la maleta y a ordenar lo poco que traía conmigo.
El resto de la jornada estuvo dedicado a realizar algunas compras en una tienda de ultramarinos, arropar la cama con sábanas y mantas, husmear en armarios y cajones de la cocina, para asegurarme de que contaba con todo lo necesario, y finalmente descansar. El día siguiente sería el primero de mi nueva vida, y deseaba iniciarlo con fuerzas renovadas.
Cuando desperté, intuí que no era temprano. Si mi primera noche en Nijar fue plácida y sanadora, ésta segunda no lo fue menos. Nada me perturbaba ni me atosigaba alrededor, y el silencio era absoluto . Miré el reloj del teléfono móvil y ya pasaban las nueve de la mañana. Me sentía hambriento, de modo que me levanté sin pereza y apresurado de la cama. Después de vestido y aseado salí a la calle, con la intención de desayunar en un bar cercano. Después de pedir el café con leche y la tostada de rigor en la barra, indiqué al camarero mi intención de tomarlo fuera del bar, que al igual que mi casa, contaba con una coqueta terraza que miraba al mar.
Al tomar asiento, observé que había apenas una media docena de personas ocupando tres mesas, a las que, dicho sea de paso, no presté demasiada atención. De repente, dirigí la mirada hacia una esquina del murete que delimitaba el espacio aterrazado, y sentada en él, con las piernas flexionadas y los pies apoyados sobre el mismo muro, vi la figura de una mujer joven que hizo estremecer mi pulso cardíaco. Su aspecto, aparentemente desaliñado, el piercing que lucía en la ceja, el pelo tintado de azul y las rastas que colgaban ahora sobre su pecho, llegando hasta la cintura, coincidía con la descripción exacta que, apenas cuarenta y ocho horas antes, me había dado la mujer de la posada de Nijar donde pernocté. Dicho de otro modo, estaba casi completamente seguro de que se trataba de la misma persona que había abandonado la habitación poco antes de ocuparla yo.
Al instante, me acordé de la fotografía que había encontrado en el suelo del armario ropero de la habitación que ocupé en la posada, e intuitivamente presupuse que podía pertenecer a la joven que ahora tenía a escasos metros de donde me encontraba. En una de sus manos, y apoyado en la rodilla, sostenía un botellín que parecía ser un batido de cacao, mientras su mirada, no se apartaba ni un instante del mar, que amanecía en calma y cristalino aquella mañana.
No pude evitar la tentación de mirarla en repetidas ocasiones, y a pesar de mi endémica introversión, en esta ocasión tuve claro que iba a hablar con ella antes de se marchara.
CONTINUARÁ (O no)
¡Buenas noches a todos y todas!
Texto: Pepe Rufete
Fotografía: Pepe Tárraga