La calle Canalejas o Corredera en Carnaval
A las once de la mañana, rompe trabas la fantasía y estalla en la Corredera el Carnaval, clases sociales y edades se tutean, rivalizando en ingenio. Dos largas filas de sillas, alineadas a lo largo de la calle, han acogido a los madrugadores y los que no encuentra acomodo pasean entre las máscaras.
Refajonas, muñecas, señoritas antiguas, estafermos de colchas fruncidas a la cabeza, hacen imposible reconocer a quien los viste. Hombres disfrazados de mujer; mujeres de hombre. Un grupo de muchachos representa los días de la semana, diferente el domingo. Las comparsas ensordecen golpeando cántaros, ollas y tapaderas: murgas que apenas permiten entender las letrillas, alusivas a sucesos y personajes de la ciudad.
Las serpentinas se traban; los cascarones de huevo estallan en lluvia de papelillos; y los perfumadores a presión sueltan chorros de agua y de colonia.
La casada, a quien las mamas han confiado el grupo de jóvenes refajonas, embroma al marido tras la careta, mientras la vara del barranquetero, golpeando los ocultos almohadones cae, implacable, sobre el trasero de la gorda.
Una máscara amonesta a su perro, que le husmea ante el regocijo general; otra muda y solitaria va acallando a su paso el garigay, por lo mucho que intriga.
Las muchachas son blanco primordial en la puerta del «Club» y la «Cámara Agrícola». Una de ellas, sentada junto a su novio palidece ante la voz impostada de un hombre: «!Válgame Dios, Mariquita, qué tonta que estás, tantas veces que has querido casarte conmigo y yo no quise!
La expectación de las amigas se concentra en el «gracioso» que viene a desbaratar un casamiento.
«Y tú, también; !y tú!, !y Tu!»
Las exclamaciones y risas se redoblan: acaba de identificarse al tonto del barrio.
Máscaras pegajosas de suaves golpes con el abanico, revoleos y palabras de doble sentido: secreticos de «a mí me han dicho»; desquites tras la careta. Nombres conocidos que rivalizan en la gracia del disfraz y la chispa de la broma: Bedate; Paco y Felipa Martinez Millán; Agustina Barnés, Emilia Beléndez, Paco Baenas; Manolo el zapatero…
A primeras horas de la tarde, el disfraz jarapero con las prendas que alojan las falsas de la casa para embromar a los vecinos: sombrillas vueltas del revés; bolsos y zapatos antiguos; la escopeta y el jaulón de la perdiz bajo las gasas de la pamela…
A las siete termina el carnaval en la calle y hay que quitarse la careta. Algunas caras descubiertas se rezagan presumiendo del disfraz.
Cuatro noches de baile, incluido el Domingo de Piñata, en el Teatro Guerra, donde, desalojadas las butacas, un entarimado pone a nivel del escenario el inmenso salón.
Los artistas locales se superan año tras año en el decorado: estilo árabe, chino, veneciano…
Las máscaras visten primorosos disfraces, y las caretas que permanenecen hasta el final del baile, intrigan a los muchachos que las siguen por la oscuridad de la calle para descubrir donde se meten.
Los jóvenes bailan, o se acercan al «ambigú», abastecido de dulces, licores y champan. Las plateas y palcos acogen a papás y acompañantes de «impertinentes· que no alcanzan al rincón donde surge un noviazgo.
Con el último baile, acaba la expansión: las muchachas levantan su antifaz y se elige la miss. Cuando la Gran Piñata salta en pedazos, escapa una lluvia de serpentinas: vuelan confetis y palomas…