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LA TRADICIÓN DE CAZAR CON ARCO Y FLECHAS

La tradición de cazar de los ganaderos y agricultores del III milenio a.C., viene desde sus lejanos ancestros como un rito primordial para el sustento que comenzó en la remota noche de los tiempos.

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LA TRADICIÓN DE CAZAR CON ARCO Y FLECHAS – Andrés Martínez Rodriguez

El muchacho se encuentra solo en el centro de la cabaña junto al grueso madero que sujeta el techo, allí está colgado el antiguo arco con el carcaj, dentro del cual rebotan las flechas al ritmo de las timbales dejando ver las retocadas puntas brillantes.

Miraba por el hueco abierto en la techumbre y veía el cielo muy oscuro y estrellado donde habitaba la noche más esperada. El joven está muy excitado, para calmarse se palpa el mechón blanco que le cae rizado sobre la frente y observa las cosas que le rodean, cerca está el gran molino que su madre había cubierto con una piel y que tocaba con las esteras de esparto sobre las que dormitaban algunos capazos amontonados, al lado estaba el poyo con varias cerámicas repletas de bayas y frutos secos que también saltaban cadenciosamente. Nervioso se acerca para poner en su sitio la gran tapadera que a ras de suelo debe cubrir el silo donde se almacena la cebada, sin darse cuenta tropieza con la gran tinaja decorada con dos diminutos pechos dispuestos debajo del cuello. Entonces siente como una alta sombra se proyecta junto a la puerta, se gira y se encuentra con un hombre que lleva el torso desnudo y que lo está mirando a través de dos soles rojos pintados alrededor de los ojos. Ve como su padre se acerca y ciñéndolo por los hombros le dice, “hijo ha llegado el momento de mostrar que ya eres un hombre”.

Cuando atraviesa la puerta de la cabaña se le llena la mirada de figuras en movimiento que danzan en torno a los dorados destellos del fuego. Siente una bocanada de aire caliente sobre el rostro embadurnado de arcilla y nota como la piel de la cara se le estira. Otros jóvenes también han llegado y el viejo chamán les hace una señal para que se acerquen. Su imponente figura cargada de amuletos, collares y tatuajes al principio le amedranta, pero enseguida se ánima y se concentra en sus creencias mirando el alto tocado coronado por las astas de ciervo que lleva el hechicero. Todos los muchachos dispuestos en fila esperan para que el chamán les vaya pintando con sangre espesa símbolos sobre la piel. Un grupo de mujeres vestidas con amplias túnicas de lino bailan, moviendo los flecos, las plumas y demás abalorios que llevan puestos, de entre ellas sale una joven danzante con un gran cuenco humeante, se acerca hacia ellos moviendo su sensual cuerpo con los senos descubiertos y dejando ver las escarificaciones que brillan humedecidas por el calor reinante.

Todos los jóvenes beben del brebaje y se unen a los danzantes imitando el comportamiento de algunos venerados animales. El ritual continua en un caluroso ambiente donde la aromatizada humareda, las danzas y los cantos envuelven a todos los presentes, sin darse cuenta ha pasado la noche. Con el alba todo se ha calmado y es entonces cuando los jóvenes deben partir hacia las montañas, no sin antes coger sus arcos y carcajes de la mano del gran jefe, que en voz alta les dice: “el astuto al valeroso vence”.

Tras la ceremonia llevada a cabo en la noche más corta, llega la esperada cacería donde tendrán que demostrar su valía. El joven del mechón blanco pertrechado con sus armas baja del poblado por la escarpada ladera y al pisar la tierra verde y fresca, siente como el viento de la mañana le empuja y la protección del ídolo sagrado que siempre ha acompañado a los de su linaje. Coge la bolsa que cuelga de su cinturón y busca la figurilla oculada, su contacto le imprime coraje. Mientras se aleja, una poderosa águila que vuela alto lo observa y emite un silbido fino y aflautado que hace mirar hacia arriba al muchacho.

La tradición de cazar de los ganaderos y agricultores del III milenio a.C., viene desde sus lejanos ancestros como un rito primordial para el sustento que comenzó en la remota noche de los tiempos.