VIVIR Y MORIR EN EL ALTO POBLADO IBÉRICO DE LORCA.
La puerta está abierta dejando entrar la tenue luz del atardecer que incide en los hilos del telar, dando vida al pálido color del lino que teje la mujer del ilustre guerrero. Estaba amagada ordenando las pesas que colgaban de los hilos del telar para tensarlos, cuando entra el guerrero en la casa, desabrochándose la hebilla del cinturón del que cuelga su poderosa falcata damasquinada de plata, la cual va embutida en su vaina. Mira a su mujer y le indica que su madre la espera. Ella, deja la faena y coge la banasta de la lana y sale fuera.
Sentada sobre una estera de esparto y con la espalda apoyada en el muro de adobe, encuentra a su madre hilando. El huso con las hebras de lana daba vueltas girando sobre la fusayola que hacía de contrapeso. Se acerca, deja sobre la estera la cesta y observa como su madre le señala, con el dedo índice, un lugar lejano. Se da la vuelta y mira hacia el horizonte donde sobresale la sierra Almenara y al pie distingue una alta columna de humo, se preocupa por que cerca están las mejores dehesas donde pastan los caballos del poblado. Ella las conoce muy bien, porque siendo una niña había acompañado a su padre a esas praderas y este, le había enseñado las viejas piedras labradas con el dios domador de los caballos hincadas en el suelo para proteger a los corceles.
Estaba sumida en esos pensamientos y dándole vueltas a su brillante colgante, cuando siente como le cubren los hombros con un manto. Era su marido que la atrae hacia él abrazándola, ella mirándole el rostro le pregunta por el entierro del joven mercader. Él mira hacia la parte baja de la ladera donde está el cementerio, desde la casa situada en la parte alta del poblado sólo se distinguen las grandes tumbas principescas formadas por varios escalones empedrados y algunos pilares estela. Le comenta que los familiares habían llevado un buen vino y después del rito de beberlo en brillantes copas griegas, las habían echado al ustrinum donde se ha quemado el cuerpo de nuestro joven amigo.
Sentados en el banco que está junto a la puerta de la casa, siguen comentando lo sucedido durante la jornada. El esposo le cuenta que cuando volvía del entierro por el empinado camino que lleva hacía la puerta abierta en la pétrea muralla, se había encontrado con el maestro alfarero al que le había preguntado si ya estaba acabada la cerámica que le había encargado. “Recuerdas, el kernos con tres vasos que le pedí que adornara con pequeñas cabezas de lobos para mi enterramiento”. Su mujer lo mira contrariada y le pregunta, “¿no habíamos convenido que no ibas encargar ese vaso?”. “Si en eso habíamos quedado”, le contesta sonriendo, “pero me quedo más tranquilo al tenerlo, mira lo joven que se ha ido nuestro querido amigo”.
La madre los reclama para que la levanten, y con cuidado lo hacen. Entran los tres en la casa, cuando una blanca y redonda luna llena se eleva sobre los montes cercanos hace más de 2.300 años.