Inicio Mi Rinconcico Andrés Martínez Rodríguez SENTIMIENTOS BAJO UN CAPIROTE por Andrés Martinez Rodriguez.

SENTIMIENTOS BAJO UN CAPIROTE por Andrés Martinez Rodriguez.

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SENTIMIENTOS BAJO UN CAPIROTE por Andrés Martinez Rodriguez.

Juan se acababa de poner en el ojal de la chaqueta el clavel reventón blanco que esa mañana le había regalado su hija Lucía. Estaba muy contento de tener a toda la familia en casa, sus hijos que estaban desperdigados por varias ciudades europeas, se habían puesto de acuerdo para venir a Lorca a pasar la Semana Santa y acompañar a su padre tras la perdida de su querida madre.
Limando el mediodía sale de su casa y pisa la carrera arenada que a esta hora está sola y callada, con las sillas alineadas, los reposteros movidos por el aire, la tierra recién regada y aún no se huele a nada.
Después de saludar a varios amigos y conocidos, algunos azules y la mayoría blancos, llega a la puerta de la capilla del Rosario que está como todos los Viernes Santos, muy concurrida y animada. Cuando atraviesa la portada, lo primero que contempla es a la Virgen de la Amargura, cuyo bello rostro, realzado por la primorosa mantilla blanca, mira al cielo y las hermosas manos implorando misericordia para todos, al Hijo amado. Con paciencia consigue acercarse al resplandeciente trono de oro, conforme se aproxima se hace más penetrante el aroma a clavel rosado que alfombra el trono de la Virgen Blanca, se detiene a contemplar con detalle alguno de los bellos misterios tallados en marfil y entusiasmado llega junto al extraordinario manto bordado, ya casi centenario. La figura bordada del Ángel con el Sagrado Sacramento tomada del pintor italiano Tiépolo, siempre le ha parecido una maravilla y así se lo comenta a un visitante foráneo que le pregunta que está representado en el manto. En su último viaje a Madrid, su hijo Pablo le tenía preparada una visita al Museo del Prado, para contemplar el cuadro de la Visión de San Pascual Bailón, en cuya parte superior Tiépolo pintó al hermoso Ángel.
Se detiene un rato viendo los nuevos mantos expuestos en el altar mayor y después de confirmar con uno de los mayordomos de la Virgen, la hora a la que tiene que estar en la iglesia de Santo Domingo para vestirse y salir en procesión, parte tan contento como había llegado y muy reconfortado al mirar los excelentes mantos que se muestran en el Museo de Bordados del Paso Blanco.
Juan pasa la tarde muy inquieto. Cuando llega la hora esperada, se encuentra de nuevo en la puerta de la capilla del Rosario muy emocionado, ahora delante de su querida Virgen de la Amargura para escoltarla en la procesión y muy orgulloso de que su hija Lucía este junto a él. Ambos visten dos bellos nazarenos bordados en oro y sedas sobre terciopelo verde con la representación de dos de los misterios gloriosos del Rosario. Miran la puerta abierta y esperan la anhelada salida, se oyen aplausos y vivas a la “Virgen Guapa”, a la “Reina de los Claveles”, a la “que sale y se luce”, … De pronto se hace el silencio para que la pericia de los portapasos pueda sacar el trono a la calle.

Entre las estrechas aberturas del capirote, Juan ve como caen los primeros claveles en el trono y oye como renacen los vivas y los aplausos y siente que la soledad bajo el gorro puntiagudo se hace compartida. Está viviendo lo que tanto tiempo había soñado y siente que una ternura especial lo envuelve, es el amor a la Virgen de la Amargura, amor que surge de la fascinación, que surge de su inmensa fe.
Y llega el momento de entrar en la carrera y se incrementan los vivas y los aplausos y toman color los palcos, frente a frente los azules y los blancos. La gente se pone de pie, lanzan pañuelos al viento y se ven los claveles que salen de las manos hacía la Virgen de la Amargura. Se avanza entre los vivas, el respeto y una llovía de pétalos que caen desde lo alto, y mucho más rápido de lo que nunca había imaginado se encuentra en el centro de la carrera y allí los sentimientos se ponen del color de las estrofas cantadas por los portapasos a la Virgen Blanca, y vuelven la emoción y la alegría.

Sin darse cuenta, a Juan le brotan lagrimas de los ojos y sin apenas visión, avanza orgulloso y con el corazón repleto, sintiendo que no hay mejor cordura que amar a la Virgen de la Amargura.