LA IGLESIA DEL CARMEN DE LORCA – Andrés Martínez Rodríguez
Estaba esperando en la pequeña plaza que hay enfrente de la iglesia del Carmen, antes denominada de los Poyos de Molina, a que salieran los últimos familiares de la misa de difunto, cuando atardecía y la luz bañaba la piedra franca de la fachada dotándola de un color dorado que reforzaba su atractivo. Me fui retirando hacia atrás para mirar la portada en su integridad, lo primero que llama la atención son las tres altas puertas pintadas de oscuro marrón, dispuestas en la parte inferior de las tres calles que forman la amplia fachada jesuítica y que anuncian las tres naves que configuran el espacio interior de la iglesia, donde sobresale la bella cúpula con su cornisa ondulada.
Entre los elementos que ornamentan la fachada destacan las altas pilastras que flanquean las puertas y cuya parte superior llega hasta la alargada cornisa que está rematada en sus extremos por volutas jónicas. En el centro y sobre la cornisa, se abre la hornacina que alberga a San Indalecio y encima de esta se encuentra el típico jarrón que se repite en varias fachadas de edificios lorquinos, en este caso florido de heliotropos que figuradamente perfumarían el ambiente.
En la parte superior presiden las esculturas de San Elías, Santa Teresa y San Juan de la Cruz talladas por Juan de Uzeta en la segunda mitad del siglo XVIII y rehechas tras los terremotos de mayo de 2011 que las precipitaron al suelo. Tres blasones coronan los arcos de medio punto de las puertas entre exuberantes motivos vegetales y rocallas, en el centro preside el escudo de la Corona flanqueado por dos ángeles muy del gusto barroco y a la izquierda el escudo de Lorca, ambos representando a los patronos de esta iglesia. Se completa la heráldica de la fachada con el escudo de la orden carmelita, del que emerge la mano del profeta Elías que porta una espada flameante para batir a los adoradores de Baal, antigua divinidad oriental. Dos espadañas coronadas por sendos tímpanos, ocupan el espacio de las dos grandes volutas que suelen tener las fachadas jesuíticas.
Cuando estaba entretenido mirando las dos campanas que alberga cada espadaña, he recordado las numerosas veces que había escuchado su sonido desde la casa donde viví mi adolescencia, sita junto al abandonado claustro del convento carmelita. También he rememorado las palabras de Pilar Barnes, querida amiga que vivía en el mismo edificio que mi familia junto al claustro del Carmen, explicándonos a los niños que preparaba para la confirmación, que no se podía entender la historia de la iglesia del Carmen sin su vinculación con el convento adyacente de los carmelitas descalzos. Cuyo claustro, ya en ruina tras ser abandonado después de la desamortización, era utilizado por aquellos años como aparcamiento de los vehículos de las gentes del campo que venían a la ciudad, especialmente los jueves para asistir al mercado que se celebraba en la Placica Nueva y las calles adyacentes, llegando hasta la Plaza del Negrito.
De este claustro únicamente se conserva en la actualidad parte de dos de sus alas ocultas tras una nueva edificación que da fachada a la calle Nogalte, antiguo camino de salida para Granada, y donde las excavaciones arqueológicas llevadas a cabo entre 2006 y 2008, descubrieron parte de un antiguo cementerio andalusí que se introducía bajo el edificio donde yo viví y posiblemente debajo de la iglesia y de la calle Nogalte.
El bullicio de los feligreses saliendo de la misa de difunto me saco de mis pensamientos, observé que mientras varios bajaban por las escaleras de la puerta principal, otros, entre los que se encontraban los más mayores, utilizaban la rampa situada en una pequeña puerta abierta en el lateral derecho de la fachada. Al ver a una mujer mayor que caminaba por la rampa ayudada de un bastón, recordé el trabajo que le costaba subir y bajar las empinadas escaleras a mi abuela Bernarda cuando iba a misa, siempre repetía las mismas palabras: “a los más mayores nos ayudaría mucho que hubiera unas barandillas para subir y bajar estos altos escalones”.
Cuando empezaba a hacerse patente el atardecer y el sacristán iba a cerrar la puerta del hermoso templo, cruce la calle para unirme a mis familiares y amigos. Pausadamente nos fuimos alejando de la iglesia.
Es muy recomendable leer el libro de Pedro Segado Bravo, Manuel Muñoz Clares y José Luis Molina Martínez de 1998, La parroquia de Nuestra Señora del Carmen de Lorca.