DESGRACIA INESPERADA
Un terremoto que supuso la destrucción de la ciudad de Almería y graves daños en otras ochenta poblaciones cercanas, no solo de esta provincia, sino también de la de Granada, estimándose en varios millares las víctimas mortales que este movimiento sísmico dejó en esa zona.
Una zona que junto a la región de Murcia, es una de las de mayor riesgo sísmico de España, habiéndose producido casi cuatro años antes, otro destructivo terremoto en la cercana localidad de Vera (9-11-1518), el cual también afectó a muchos otros pueblos de la comarca, siendo centenares los fallecidos y alcanzando la cifra de 150 solo en la población de Vera. Unos habitantes que tras la Reconquista, habían llegado del Reino de Murcia como repobladores cristianos, ubicándose en la ladera del cerro que hoy se llama del Espíritu Santo. El lugar que tuvieron que abandonar sus moradores por quedar asoladas sus 200 viviendas, teniéndose que construir un nuevo pueblo en un lugar llano y próximo a ese viejo enclave que quedó destruido a las once de la noche de aquel fatídico día.
Y si en Vera ocurrió a finales de 1518, sesenta años después le toco a nuestra ciudad (30-1-1579), pues dentro de una serie sísmica, muchos lorquinos tuvieron que abandonar sus viviendas tras haber quedado arruinadas éstas, no teniéndose noticias si en aquel terremoto hubo alguna víctima. En el que sí que hubo víctimas mortales, fue en el que aconteció en nuestra ciudad casi un siglo después (28-8-1674). Otra serie sísmica de casi dos meses de duración que se inició el 10 de agosto, siendo el movimiento más importante el sucedido el 28 de agosto. Un terremoto que destruyó gran número de edificaciones en la ciudad, entre ellas, la ermita de San Indalecio, una ermita situada muy cerca de la iglesia de San Juan, en el lugar donde según el padre Morote predicó el santo en nuestra ciudad y lugar que desde entonces es conocido como Peñas de San Indalecio.
Pero lo grave no fue la destrucción de esta edificación religiosa, sino los 40 fallecidos que causó el terremoto, asolando 220 viviendas de las más de 1500 que había entonces en Lorca, viviendas que se vieron seriamente afectadas, pues solo 23 de este millar y medio se vieron libres de daños, siendo dificultoso transitar por las calles, por el gran número de piedras y escombros que en ellas había, teniéndose que marchar la población fuera de la ciudad y residir en barracas provisionales. A este importante terremoto le siguió otro al día siguiente y algunos más hasta el 5 de octubre que fue el último día de aquella serie sísmica. Luego el 20 de diciembre de 1818 hubo otro con numerosos daños materiales y 12 heridos graves, así como otros menos destructivos que afectaron a nuestro municipio en 1860, 1886, 1887, 1889, 1890 en dos ocasiones (enero y agosto), 1922, 1977, 2002 y 2005, estos últimos en las pedanías altas.
Y es que la peligrosidad sísmica de Lorca es alta, estando la ciudad sobre la falla de Alhama, una de las más activas de nuestro país. Una falla que fue la causante de los dos terremotos que sufrimos los lorquinos hace hoy once años. Unos terremotos que recordaremos siempre los que los vivimos, pues sorprende como recordamos segundo a segundo, donde estábamos en aquellos momentos, lo que estábamos haciendo y lo que hicimos y pensamos tras aquella terrible e inesperada explosión. Un terremoto de escasa magnitud, pero de un poder de destrucción muy alto, debido principalmente a la poca profundidad de su hipocentro y al situarse muy cerca de la ciudad, una población que además, está asentada sobre terrenos relativamente blandos. Un terremoto que nos trajo miedo, incertidumbre y sobretodo mucha tristeza, ya que aparte de causar cuantiosos daños materiales, también provocó la pérdida de nueves vidas humanas, entre ellas las de un niño de 14 años y las de dos mujeres embarazadas.
Una perdida que difícilmente olvidaran sus familiares y amigos, pues la pérdida de un ser querido es lo más cruel que nos puede pasar en la vida, siendo el peor de los males, cuando mueren en estas impredecibles circunstancias. Pero unas víctimas que el pueblo olvida fácilmente, ya que como suele ocurrir en cualquier tragedia, su recuerdo sigue presente mientras la noticia continua en los medios, olvidándonos de ellas conforme va trascurriendo el tiempo. Unas víctimas que podíamos haber sido cualquiera de nosotros, cualquiera de los que nos encontrábamos en la ciudad aquella fatídica tarde del 11 de mayo. Si que la mayor parte de las familias fuimos víctimas de aquellos dos terremotos, pero solo de un modo material, resarciéndonos más tarde de los daños causados por medio de las indemnizaciones recibidas del Consorcio de Seguros o de las ayudas de las distintas administraciones, habiendo reparado o reconstruido ya nuestras viviendas o negocios casi la totalidad los afectados.
También el patrimonio cultural de Lorca, las iglesias y sus monumentos que se vieron igualmente dañados por los seísmos, se han ido restaurando y saliendo a la luz “tesoros” que hasta ahora desconocíamos, por lo que los fatídicos terremotos han servido para su mejora y puesta en valor. Lo mismo ha sucedido con otras dependencias y espacios públicos de Lorca, que al final sin desearlo, la sacudida brusca de la tierra se ha convertido de alguna manera en un fenómeno positivo para la ciudad, al reedificarse varios de sus inmuebles y recibir un buen pellizco de dinero de otras administraciones. Aunque también es verdad que once años después, sigue habiendo gente fuera de sus hogares, en casas prefabricadas, pero lo que jamás podremos restituir es la vida de los fallecidos, devolver la alegría a los familiares de aquellas víctimas.
Victimas como Raúl Guerrero, el niño de 14 años que estudiaba en el Instituto San Juan Bosco y que salió segundos después del terremoto, al exterior del bar que regentaban sus padres en La Viña, muriendo bajo los cascotes de la cornisa que se derrumbó del edificio en ese instante, cornisa que también sepultó al perro que llevaba en brazos.
O Emilia Moreno, de 22 años, vecina del barrio de San Pedro, que se dedicaba a recoger chatarra, la cual murió al caerle encima otra cornisa, dejando una niña de solo dos años y estando embarazada de ocho meses.
También de la misma forma murió el comerciante Rafael Mateos, el ciclista de 53 años que perdió la vida en la calle Puente Jimeno del Barrio de San Diego, dejando gemelos de 12 años y una niña de trece.
Igualmente en la misma zona, murieron sepultados por los cascotes Juan Salinas y Pedro José Rubio, dos jubilados de San Diego que paseaban juntos por el barrio.
Más adelante en la calle Galicia, moría Juani Canales López, de 52 años, cuando salió de su vinoteca en el momento en que se desplomaban elementos del vecino edificio, teniendo la mala suerte de que estos cayeron sobre ella, dejando dos hijos huérfanos, uno de ellos sordomudo y con problemas visuales.
En el otro extremo de la ciudad, en la barriada de Alfonso X, murió Domingo García de 34 años, al ser golpeado en la cabeza por un cable que se desprendió tras la sacudida del segundo terremoto, precisamente en el momento en que revisaba los daños que le había producido el primero.
También en aquella zona, en la calle Infante Juan Manuel de la barriada de La Viña, murió Antonia Sánchez Gallego al desplomarse un edificio cuando pasaba frente a él, iba acompañada por sus dos hijos de corta edad, pero estos se salvaron al cubrirlos la madre con su cuerpo.
Igualmente la última víctima salvo también dos vidas, aunque de un modo bien distinto. Ella fue María Dolores Montiel, una mujer de 41 años de la pedanía de Tercia, la cual se encontraba esa tarde en el centro de la ciudad, cayéndole los cascotes de un edificio de Juan Carlos I sobre su cabeza. Fue trasladada en estado muy grave al hospital Virgen de la Arrixaca, pero los médicos no pudieron hacer nada por salvarle la vida, falleciendo a la mañana siguiente en el citado centro sanitario.
Una muerte que dejó abatida a su familia, pero en medio de tanto dolor, primó la generosidad de ésta, haciendo que diversos órganos de María Dolores que desgraciadamente ya no necesitaba, sirvieran para alagar la vida de otras personas. Queriendo la casualidad, que su páncreas y un riñón fuesen compatibles con otra lorquina, la cual ya estaba desahuciada por los médicos y habiendo perdido la esperanza de encontrar un donante compatible. También el otro riñón y el hígado, fueron implantados a otro lorquino que llevaba igualmente años esperando, por lo que nos tiene que congratular la bondad y generosidad de esta familia en esos momentos tan tristes.
Creo que no he conocido personalmente a ninguno de los fallecidos en aquella fatal tarde, aunque si a algún familiar, pero sí que me acuerdo con frecuencia de ellos cuando transito por los lugares donde perdieron la vida, preguntándome cómo lo estarán pasando sus familiares, esos niño/as que se quedaron sin alguno de sus padres, o esos padres sin el hijo/a, o ese esposo o esposa al que el terremoto le arrebató lo que más quería. Para ellos, para los que desde entonces están sufriendo la perdida de aquellas vidas, para los que nada ni nadie les puede resarcir de su perdida, va dedicado hoy mi humilde artículo. Un fuerte abrazo a todos y ánimo para sobrellevar este inmerecido tormento que desde entonces tienen.