LOS CESTOS DE CAÑA por Andrés Martínez Rodríguez
Estábamos jugando al “chinche monete”, cuando Rafa al coger carrerilla para subirse sobre las espaldas del otro grupo de niños que hacían de burro, chocó con el viejo Matías, tirándolo sobre la desvencijada bicicleta cargada de cestos de caña y mimbre. En ese momento, el padre de Rafa subía por la calle desde la oficina donde trabajaba y al ver a los dos en el suelo, se acercó rápidamente para ver lo que había ocurrido. Pronto se percata de que a su hijo no le había pasado nada, pero ve la herida del viejo que se había sentado sobre la acera, le sangraba uno de los codos. Después de una breve conversación, Carlos ayuda a Matías a levantarse y le ofrece subir a su casa para curarle la herida. El viejo rechaza subir, pero acepta un vaso de agua y que le limpien la herida, sentado junto a Rafa en el portón de la casa espera vigilando su cargamento de cestos de caña.
Mientras su padre baja con el agua, el alcohol y la mercromina para curar la herida, Rafa se disculpa con Matías y le pregunta de donde venía con los cestos. “Niño, vengo del mercado, donde cada jueves intento vender los que hago a lo largo de la semana sentado en la puerta de mi casa”. El padre desde la escalera, oye la conversación del viejo con su hijo. El niño siente curiosidad por este trabajo y le pregunta. “¿De donde sacas las cañas para los cestos?”. “Bajo a las acequias del Quijero, donde crecen las mejores y más altas cañas”. “Te gustaría venir conmigo un día para ver como elijo y corto las cañas”.
Carlos, que ya ha llegado al portón y se prepara para curar el codo sangrante, se adelanta a su hijo y le dice a Matías, “ si te parece bien una tarde de sábado, te pasas y bajamos contigo al cañaveral para vez como recolectas las cañas”. “Pues claro”, responde el viejo, “este sábado preparad las bicicletas, a las cinco os recojo”.
El día fijado había llegado y bajan los tres en bicicleta, Rafa va en el centro escoltado por Matías y su padre. Cuando llegan al lugar que el viejo indica, dejan las bicicletas apoyadas en un caballón y se acercan a las altas cañas de color verde grisáceo y azulado que se multiplican en la parte superior de los quijeros de la acequia del Ventarique, y que los vecinos habían dejado crecer desde siempre, con el fin de estabilizar los taludes de tierra que la conforman.
Pronto Matías saca su navaja, elige las cañas, las corta con gran destreza y las amontona. El niño quiere imitarlo, pero no le dejan coger la navaja. Matías le dice, “estas cañas no son para hacer cestos, hoy las necesito para reparar el techo con cañas y yeso de una de las habitaciones de mi casa, con las últimas lluvias está apunto de caerse”.
Rafa le mira asombrado y le pregunta, ¿entonces también eres albañil?. No, contesta Matías, “esa es otra historia que ya os contaré, ahora vamos a tomar la torta de pimentón que ha realizado mi mujer y que llevo en el cesto”.
Esa tarde fue el principio de una buena amistad con el viejo Matías y de otras excursiones en bicicleta por la huerta lorquina. Han pasado muchos años y cuando Rafael, pasa caminando junto a las acequias y mira las cañas que aún crecen sobre el quijero, recuerda la primera vez que allí llego en bicicleta, acompañado por el viejo y por su padre, y sonríe recordando el estupendo sabor de la torta de Matilde y lo importante que fueron y son estas pequeñas cosas.