DORMITORIO DE CUERPOS por Antonio de Cayetano.
Hoy uno de noviembre, día de Todos los Santos, es una celebración cristiana que nos recuerda a todos los santos del cielo, los conocidos y los que no, los canonizados que son los “oficiales”, los que tienen un día en el calendario para venerarlos y los que siguiendo el ejemplo de Jesucristo se ha volcado por hacer el bien a los demás, pero que sus obras no han llegado al conocimiento de la Iglesia, siendo por tanto anónimos y no teniendo tampoco un día señalado para ellos. Por este motivo, el papa Bonifacio IV estableció el 13 de mayo para recordarlos, cambiando luego la fecha de conmemoración el papa Gregorio III, que la pasó al 1 de noviembre, ordenando en el año 835 el siguiente papa Gregorio IV, que la iglesia lo celebrara universalmente, celebración que no tiene nada que ver con la festividad de los Difuntos que se celebra mañana.
Mañana día 2 de noviembre, es cuando verdaderamente la Iglesia recuerda a los que han acabado su vida eterna, a nuestros seres queridos ya difuntos que abandonaron este mundo. Pero como el festivo ha sido siempre el de Todos los Santos, pues ya se encargó la iglesia de hacerlo coincidir con una de las fiestas paganas que se celebraban en la antigüedad y solaparla, las familias han aprovechado siempre este día no laboral para acudir al cementerio a orar ante sus finados, convirtiéndose con el tiempo este día, en el de la visita obligada a los cementerios.
La verdad es que no hace falta ir al cementerio para recordar a nuestros seres, ni tampoco un día concreto, ya que todos los días del año está abierto el campo santo, pero el día de hoy y los previos, es la fecha en que mayoritariamente es visitado por las familias, ya no tanto para rezar ante sus tumbas, sino para adecentar y limpiar estas, poniéndole las clásicas flores, flores para todos los gustos, colores y variedades y donde se mezclan tanto las naturales como las artificiales. Lo de las flores a los difuntos, es una costumbre que ha llegado hasta nuestros días y que ya no tiene el cometido que en un principio tuvo, que no era otro que enmascarar el hedor que los muertos desprendían.
La tradición se remonta a cuando los finados eran expuestos varios días ante familiares y amigos, con el propósito de ser velados y pedir por sus almas. Lógicamente y sobre todo en verano, los cuerpos no aguantaban tanto tiempo y comenzaban a descomponerse antes de ser enterrados, desprendiendo el desagradable olor, razón por la cual se cubría al difunto de flores al tiempo que se quemaba incienso, haciendo así más agradable la vela con el perfume del ambiente. Pero no solo se sufría ese desagradable olor antes de ser enterrado el cadáver, también luego por diversas circunstancias y por el tipo de terreno, a veces salía a la superficie el hedor a muerto.
Tampoco hay que remontarse muy atrás para revivir aquellas situaciones ni alejarse mucho geográficamente, pues en nuestra ciudad a finales del siglo XVIII y en el siglo XIX se vivieron momentos en que las condiciones higiénicas de los enterramientos eran deplorables, sobre todo en la Colegiata de San Patricio, iglesia que entonces comprendía a parte de a sus feligreses, a los de la huerta y campo que también pertenecían allí, pues los edificios religiosos en aquella época, era el lugar en que los muertos recibían sepultura.
A finales del siglo XVIII, Lorca ya contaba con más de 30.000 habitantes, viéndose afectada en el año 1800 por una gran epidemia, razón por la cual faltaba sitio para los enterramientos, hasta el punto de que más de 1000 cadáveres tuvieron que ser sepultados en medio del campo, aparte de utilizarse también el solar de la antigua parroquia de san Mateo (donde luego se construyó la plaza de abastos).
Pero si la epidemia era poco, dos años después reventó el pantano de Puentes causando casi 700 víctimas más, lo que hizo que se saturaran todos los lugares disponibles, y que diversas partes de la población oliesen a muerto en determinados momentos, como fue el caso del antiguo solar de San Mateo, que generaba tales hedores en verano, que los vecinos tuvieron que quejarse a la Corte para que de una vez por todas se dejase de enterrar allí, ordenándose seguidamente la supresión de los enterramientos y que estos se hiciesen fuera de la población y en caso de no ser posible, en sitios ventilados e inmediatos a las parroquias.
También el Cabildo de San Patricio envió una carta a la Corte el 18 de noviembre de 1804 quejándose de que “… En la iglesia existen muchos enterramientos, que putrefactos exhalan unos gases corrompidos capaces de infectar al pueblo, al tiempo que cubren el pavimento de una especie de grasa que impiden a los fieles postrarse ante el altar al mancharse la ropa y cuando de noche se cierran las puertas, al abrirlas por la mañana se observa un vapor graso que no permite decir misa hasta pasado un tiempo.
Se entierra tanto número de difuntos que cuando se abre una sepultura en que poco antes se había enterrado otro cadáver, este está todavía sin acabar de corromperse, teniendo que salir dos mozos del coro con incienso para perfumar toda la iglesia y teniendo que decir la misa en la sacristía, habiendo continuas quejas de sacerdotes que se trastornan en el altar. Como también de los fieles que por estas causas no concurren al templo, pues los médicos mandan a los enfermos no asistan para no recaer…”
Esta era la situación de la ciudad a principios del siglo XIX, con proyectos para hacer tres cementerios, uno para las parroquias del centro, otro para las iglesias altas y otro para el barrio de San Cristóbal, cementerios cuyo coste rondaba los 52.000 reales. Pero a pesar de haber una Real Célula de Carlos III del 3 de abril de 1787 que obligaba a su construcción y que fuese fuera de las poblaciones, aquí seguíamos con los enterramientos en las iglesias y otros edificios religiosos como los conventos, echando mano de descampados en caso de epidemias.
Al final, en enero de 1805 se reunió el dinero necesario para hacer el primero de los cementerios proyectados, el de las parroquias del centro, construyéndose en las afueras de Lorca, próximo al camino de Granada y en las cercanías de la iglesia de San José, de donde cogió su nombre. Las obras se iniciaron en el mes de marzo y se terminaron a mediados del año siguiente, haciéndose sepulturas para adultos, capillas para eclesiásticos y enterramientos de distinción y dejando un espacio para párvulos.
Pero su apertura no fue inmediata, ya que la gente de las capas sociales más atas no estaban por la labor, querían seguir con sus derechos de ser enterrados en los edificios religiosos, apertura que tampoco les afectaba, pues no estaban obligados a ser enterrados allí si disponían de sepulcro comprado en los diversos conventos de la ciudad, cosa habitual en las clases privilegiadas. Teniendo que esperar hasta finales de 1807 para que se abriese el primer cementerio de Lorca, cementerio acorde con el nuevo reglamento que la Corte hizo en 1804 y que fue masivamente utilizado en el episodio de peste amarilla que afectó a nuestra ciudad entre los años 1811 y 1813. Epidemia de la que murieron 3.744 vecinos, habiendo días en el que se hicieron hasta 88 enterramientos, como fue el 29 de 0ctubre de 2011, siendo en ese mes de octubre y el siguiente de noviembre cuando más victimas hubo.
Tal fue el brote epidemiológico, que los sacerdotes se desentendieron de sus obligaciones, evitando acercarse y prestar ayuda espiritual a quienes los requerían. También huyeron de la población los que debían de prestar la ayuda sanitaria, cerrándose una farmacia de las dos que había y marchándose también algunos de los médicos, incluso el primer alcalde constitucional que juró el cargo tras la Constitución de 1812 y que a su vez era presidente de la Junta de Salud Pública, tuvo que renunciar a el por ser atacados por la epidemia tres de sus hijos.
Añadir como curiosidad, que el primer fallecido en Lorca por esta enfermedad fue precisamente un médico, el doctor Antonio Carrasco que murió en el mes de enero de 1811, teniendo que aislarse su familia y quemar todos sus enseres, no impidiendo con ello que la fiebre amarilla entrase de lleno en Lorca en la segunda mitad del año. A esta epidemia le siguieron otras de cólera morbo en 1834 y 1855, por lo que 50 años después de la inauguración del cementerio este ya se había quedado pequeño, teniendo que efectuarse enterramientos fuera del recinto, por lo que se llevo a cabo su ampliación y se construyó otro en terraplén cerca de la iglesia de San Pedro, conteniendo también tumbas de distinción, para eclesiásticos y para párvulos. También se retomó el proyecto del cementerio de San Cristóbal, cementerio que entró en servicio en 1890.
Pero entretanto, la situación del San José era insostenible. Tal era el estado del cementerio, con muros que amenazaban ruina, nichos agrietados, insuficiente espacio y con las primeras casas de la población a menos de 70 metros, que la Dirección General de Sanidad dio la orden de su clausura en 1884, prohibiéndose sus visitas cuatro años después por sus malas condiciones higiénicas, afectando esta prohibición incluso a las visitas del día de todos los santos. Lo que sorprende, es que mientras el cementerio se encontraba en ese lamentable estado, en la ciudad se construyó el puente del barrio, la nueva carretera de Granada, las nuevas glorietas, el casino, llegó el ferrocarril y se hizo la plaza de toros, aparte del palacete del Huerto Ruano a título particular.
La orden de clausura del cementerio, hizo que nuestras autoridades emprendieran acciones encaminadas a la construcción de uno nuevo, pero la cosa no fue fácil. Según un estudio sobre los cementerios murcianos llevado a cabo por Ana María Moreno, hubo un proyecto muy ambicioso del ingeniero Riera en el año 1888, un cementerio que costaba de una parte civil y otra protestante, vivienda para cuatro sepultureros, un conserje, un capellán, depósito de cadáveres, osario y sala de autopsias y oficinas, proyecto que no se aprobó por su elevado coste, más de 350.000 pesetas.
Siendo aprobado 8 años después otro del arquitecto José Antonio Rodríguez, este por un importe siete veces menor al anterior, solo 49.000 pesetas, lo que había costado el de Totana 14 años antes. Este cementerio que es el actual de San Clemente, se edificó en unos terrenos situados al pie de la Peñarrubia, sierra que evitaría los vientos hacia la ciudad y a unos dos kilómetros de la población. La elección del terreno fue llevada a cabo por el ayuntamiento, pero su compra y la posterior construcción fue por parte de la Iglesia, siendo de ella la propiedad. La construcción se inició en septiembre de 1897, con el propósito de que para finales de año se llevaran a cabo los primeros enterramientos, pero dos años después todavía estaba inacabado por falta de dinero, careciendo de agua, de arbolado y hasta de accesos.
Tras formarse una comisión mixta entre ayuntamiento, iglesia y propietarios se le pegó un avance a las obras y el 16 de enero de 1900 se inauguró el ansiado cementerio, teniendo un apartado para los suicidas y disidentes y otro para los niños sin bautizar, quizá una fórmula para que los niños que naciesen se bautizaran rápidamente y más si su estado de salud no era muy bueno, que es lo que le pasaba a quien esto escribe, siendo bautizado inmediatamente después de nacer que era lo más importante entonces. En el mes de marzo se terminó de construir un pozo, el ayuntamiento hizo donación de 120 árboles y se amuebló la sala de autopsias, el depósito de cadáveres y la habitación del sepulturero, pero todo con austeridad, así como la capilla que no se hizo hasta en 1909, siendo también una obra muy simple, tanto que sufrió problemas estructurales tras unas lluvias acaecidas cinco años más tarde.
Al principio los enterramientos se fueron haciendo en nichos, cuando lo previsto era en el suelo, pero la población no se decidía a la compra de parcelas. Fue durante la segunda década cuando se animaron las principales familias de la época y de cuando datan la mayoría de los 34 panteones históricos allí levantados, compitiendo entre sí con sus diferentes estilos, desde el neo mudéjar al modernista, pasando por el egipcio, medieval o bizantino, siendo un deleite pasear frente a ellos y contemplar sus estilos y remates escultóricos.
En 1918 tuvimos en Lorca otra epidemia, esta de gripe, hasta el punto que se tuvo que suspender la celebración del mercado semanal y trasladar a la plaza de toros la subasta del Alporchón, siendo de agradecer la disponibilidad del nuevo cementerio. También el cementerio fue utilizado para algo más que servir de campo santo, ya que sus tapias fueron utilizadas igual que las de otros muchos de nuestro país, para las ejecuciones que se llevaron a cabo por el bando ganador una vez terminada la guerra civil, siendo 38 los lorquinos que fueron fusilados allí, permaneciendo el testigo de los disparos en la vieja tapia que da para el lado del hospital. Años después en varias ocasiones se ha ampliado el cementerio, al igual que se han dotado de cementerios pedanías del norte y sur del municipio, estando en proyecto otro para La Hoya, pero lo cierto es, que ya no existe la demanda que había años atrás.
Hoy el 35% de la población prefiere la incineración, cremación que el Vaticano autorizó en 1963 siempre que no implicara una negación de la fe en la resurrección, pero ahora que cada vez es mayor su implantación, sobretodo en áreas urbanas y teniendo en cuenta que en España la iglesia es titular de casi 8000 cementerios de los más de 17.000 que hay, pues la cosa cambia. Ahora se hace menos caja al disminuir la “clientela”, al tiempo que pierde fundamento la palabra cementerio, que viene del latín “cementerium” y del griego “koimetérion” significando ambas dormitorio, dormitorio de cuerpos, que según el cristianismo es el lugar donde descansan los cuerpos hasta el día de la resurrección, y claro, si siguen aumentando las cremaciones y depositando las cenizas en los más variados lugares, al final el cementerio no tendrá sentido y mucho menos la fe en la resurrección posterior.
Por eso ahora la iglesia arremete contra los católicos que no quieren depositar sus cenizas en un lugar sagrado como los cementerios, prohibiéndoles esparcirlos en la naturaleza o guardarlos en casa. Pues que sigan así de autoritarios y viendo como disminuye la gente que acude a los templos, como también los que quieren una ceremonia religiosa en su funeral. No se acuerdan de cuando era la propia Iglesia quien incineraba, no a los muertos, sino a los vivos acusados de herejía, de no pensar como ellos.
Tampoco se acuerdan de cuando hicieron coincidir el día de todos los santos con la fiesta pagana de origen celta, aquella que marcaba el final del verano y las cosechas e introducía los días de frio y oscuridad, haciendo volver a los muertos el dios de la muerte, permitiendo la comunicación con los antepasados, fiesta que se celebraba entre la noche del 31 de octubre y el 1 de noviembre. Celebración conocida como Samhain o Sambein y que es la antecesora de la actual fiesta de Halloween, fiesta que se siguió celebrando en Europa y que los colonos europeos llevaron a América, lugar de donde ha regresado de nuevo aquí.
Ahora a la iglesia le molesta que esta fiesta no tenga un significado religioso como ellos desearían. Pues nada, que cada cual haga de su capa un sayo y obre en consecuencia. Yo personalmente no comulgo con los principios de la Iglesia, soy mayor para la fiesta de Halloween, pero mi sitio para las cenizas sí que lo tengo ya. Si hay algo que me pertenece en este mundo es mi cuerpo, y como dueño, tengo dicho a mi familia que se incinere y que se depositen las cenizas en el lugar donde mejor me encuentro en vida, y como es ese mi deseo y además es legal, pues así supongo que se hará, aunque prisa no tengo ninguna.